Se
cuenta que en una convención de ingenieros se reencontraron siete antiguos
compañeros de una de las más prestigiosas universidades del país. Aunque cada
uno se había graduado en una especialidad diferente, les unían el haber sido excelentes
estudiantes y el hecho de haber desarrollado una prestigiosa carrera
profesional que les permitía gozar de beneficios y lujos superiores al común de
las personas. Durante la conversación recordaron repentinamente al profesor que
les había dado a todos la bienvenida a la universidad. Era un extraordinario
hombre que con sus enseñanzas marcaba la vida de cada uno de los alumnos que
pasaba por su aula. Uno de ellos informó que, aunque se había jubilado, seguía
dando clases. Como vivía cerca del lugar, decidieron llamarlo para ir a
visitarlo al final de la tarde. Todos pensaron que era una buena oportunidad
para mostrarle al profesor en qué se había convertido.
Unas horas después,
los siete profesores entraban por el pasillo que conducía a la amplia pero
acogedora sala de estar. El viejo profesor estaba radiante de verlos y empezó a
preguntarles cómo eran sus vidas. Rápidamente la conversación empezó a girar en
torno a sus trabajos, las rabietas, las horas extras y fines de semana perdidos
en la oficina, los continuos problemas, los jefes insufribles, los empleados
ineptos, y toda la variedad de dolencias que había sufrido debido al estrés
excesivo. Aunque las situaciones vividas no eran las mejores, todos coincidían
en que tales sacrificios eran necesarios para alcanzar y mantener su nivel de
vida, así como todas las comodidades que habían alcanzado. Entonces empezaron a
hablar de grandes casas y quintas, de carros lujosos, viajes, negocios, fincas, joyas, fiestas, etc.
Haciendo una pausa, y
con su acostumbrada humildad, el viejo profesor se levantó para ofrecerles un
café. Entró a la cocina y salió con una jarra repleta del preciado líquido
recién colado y ocho tazas. Lo curioso fue que no trajo dos tazas iguales. Se
diferenciaban por sus colores, por sus formas y por sus acabados que abarcaban
desde la más fina pintada a mano y otra con reborde dorado, hasta las más
sencillas, rústicas y baratas. También variaban sus materiales: porcelana,
cerámica, cristal, barro, peltre, plástico, vidrio y hasta un vasito
desechable.
Una vez que la
bandeja estuvo en el centro de la mesa, todos se apresuraron para servirse de
café, mientras el profesor observaba pacientemente. Como era de esperarse, los
primeros tomaron rápidamente las tazas más bellas y refinadas, mientras que los
últimos tuvieron que conformarse con las que quedaban. Entonces, el profesor
tomó la palabra y les dijo:- Si observaron bien, las primeras tazas en acabarse fueron las más lindas, las más finas, y acabarse fueron las más lindas, las más finas, y aquellos que se sirvieron al final tuvieron que conformarse, sin mucho agrado, con las más humildes. A mí me dejaron el vasito desechable. Esto es normal, cada quién quiere lo mejor para sí mismo. Pues bien, todos se preocuparon por el envase, pero realmente no importa el color, lo lujoso o el material del cual están hechas las tazas, el café que todos se sirvieron es exactamente el mismo, y tendrá en sus bocas el mismo sabor sin importar el recipiente. Todos querían café, pero se dejaron distraer por las características de las tazas y pocos se ocuparon de disfrutar realmente lo que estaba dentro de ellas. Esto es lo que pasa muchas veces en nuestras vidas. Imaginen ahora que el café es la vida y que las tazas son las cosas que nos rodean. Casi siempre nos preocupamos por las tazas, es decir por tener la mejor casa, el trabajo más lucrativo, el carro más lujoso, el club de mayor estatus social, la ropa que está de moda, la computadora y el celular último modelo, etc. Y como todo eso nos absorbe tanto tiempo y esfuerzo, nos olvidamos de disfrutar del café, es decir de disfrutar la vida misma. Así dejamos de pasar tiempo con nuestra familia, de divertirnos con nuestros hijos, de compenetrarnos cada día más con nuestra pareja, de crecer emocional y espiritualmente como persona, de deleitarnos con un amanecer o un atardecer, de regocijarnos por todos los detalles que nos ofrece a diario la naturaleza. Los días transcurren y nos preocupamos más por tener cosas que mostrar y almacenar en lugar de dedicarnos a vivir cada instante a plenitud. En definitiva, por concentrarnos sólo en la taza dejamos de disfrutar el café.
Hagamos un esfuerzo
para que cada día de nuestras vidas esté dedicado a buscar las cosas
importantes, que no desperdiciemos un solo instante en las cosas superficiales
y pasajeras. Que el siguiente año, una de nuestras metas sea buscar aquellas
cosas que verdaderamente importan, que tienen valor. Pidámosle a Dios sabiduría
para que nos ayude a distinguir aquellas cosas valiosas de las que no nos darán
más que una felicidad efímera.
“No os hagáis tesoros
en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y
hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde
ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque
donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón”. Mateo 6: 19-21¿Qué descuidaste este año? ¿Tu relación con Dios? ¿Tu familia? ¿Tus amigos? No importa lo que haya sido, ahora puedes empezar a recuperar aquello que es importante.
Ana María Frege Issa
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